Torrente de palabras, ahora que la vida está en pausa

Oscuros deseos mueren en el azar;

ya la nostalgia es el átomo y es la partícula.

La quietud es la tirana del ahora, es el látigo del verdugo que no quiere matar.

Los vientos de la rutina azotan estos días.

Un descanso de tus labores, un río de vientres,

sentados, mirando el sol por la ventana.

Ya no brillan estrellas que el vidrio deforma,

son parpadeos de praderas desiertas.

Seres desterrados en sus propias casas,

anhelantes de destinos ajenos, pero paralelos.

Alguna vez soñamos con el descanso y el ocio,

ahora que es hábito, permanencia, en la mente

volamos desesperados al enjambre de hierros y humanos:

buscamos la magia del hastío, del ruido, del estrés citadino,

extrañando la esclavitud del reloj, de la muerte en la oficina.

Ya no hay horarios, ni días, ni amaneceres con despertadores.

Hay silencios externos, nubes de smog que se mudaron de área.

Ríos cristalinos nos lastiman a lo lejos, pues aprovechan su pureza,

ahora, que están ausentes las miradas.

Un rayo ya no se vuelve trueno, sino alarma de la distancia,

trompeta que anuncia el vacío de seres y de máquinas.

Vuelvo a mirar a mi alrededor, y resulta inquietante la cercanía;

estar cerca es estar lejos, vulnerable, perdido.

Somos abejas que perdieron la colmena y las flores.

No imagino ya los abrazos, ni el beso que empieza la jornada;

estamos presos de lo invisible, de lo que vino de lejos.

Un murciélago marca nuestro ritmo, nuestros miedos.

¡Un murciélago! Un ser que de la noche trajo la muerte;

desde la gula nos aletea en las células, hundiendo pulmones,

elevando temperaturas y exprimiendo las mentes.

Allá a lo lejos algunos respiran por las telas;

algunos con las manos sintéticas, otros arriesgando la piel del tacto.

Guardan distancias paranoicas, acaso inútiles,

mientras ruedan apenas coches; apenas bípedos motores.

Ya escuchar conversaciones, bocinas y gritos, son ausencias sonoras.

No hay nudillos sobre las puertas, ni índices sobre los timbres.

El mundo parece un conjunto muerto, aunque siga vivo en el aislamiento.

Mientras tanto, algunos seres se regocijan de nuestro retiro;

vagan libres, ya no solo en las praderas:

Las ciudades se volvieron zoológicos sin rejas.

Me ufano por adivinar lo que quedó vacío;

imagino cómo es el aire en el lugar en el que, ahora, nadie respira.

Intuyo al oxígeno sonriente, por fin libre de inhalaciones,

danzando con el carbono, en bailes interminables por el éter.

Pero no se trata solo del aislamiento; se trata del después,

del sentir de las pieles que cambiará para siempre.

Imagino futuras aldeas ya libres del terror invisible,

pero todavía con seres presos del terror de la cercanía.

Seremos luces temerosas de los destellos, rogando oscuridad de afectos.

Ya los brazos no acortarán espacios, ya las bocas no chocarán mejillas.

Veremos un mundo gobernado por el vacío entre las carnes,

respetando con estridencia las órbitas ajenas.

Rogaremos por flotar, para evitar dermis cercanas.

El epitafio:

Seremos entes sin vitalidad; seremos vientos sin hojas que desparramar.

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